forget what you came for / and give up what you love
miércoles, 20 de mayo de 2009
El otro día, J. resolvió una duda que siempre había yo tenido durante mucho tiempo. Me dijo que cuando la gente moría en la hoguera, llegaba un punto en el que se dejaba de sentir dolor. Yo no entendía esto porque mi cuestión era que uno moría con ese dolor, siendo ese dolor. Pero, me explicó que era como si el cerebro sólo se desenchufara y simplemente las cosas pasaban: tu cuerpo ardía hasta que todo dejara de responder. Y me puse a pensar que si ese mismo fenómeno podría pasar en el terreno de lo sentimental. Como entrar en una melancolía tan pura y extrema que ya después sólo dejas de sentir. Supongo que debería ser de una intensidad tan grande que puede que ocurra eso. O total, no dejar de sentir al 100%, sino más bien que se manifieste como una indiferencia o algo. Algún psicólogo debe haber teorizado algo ya. Ella me dijo que es posible y creo que concuerdo. Pero es teoría que no quisiera vivir, la verdad.
Publicadas por
Octopus Queque
Antes de conocerte, el brillo en mis ojos era más fuerte que el de un foco de 100 watts.
domingo, 10 de mayo de 2009
Ya tiene como tres años que no escribo cuentito simpático, como el de Cristina, que era malo, pero nada más era escribir por escribir. Accedo a otro, porque el insomnio está rudo. Lo recuerdo: no tiene que ser bueno, namás fluir, ir con la corriente.
**
La relación con Celeste no iba de lo mejor, lo debo aceptar. Desde que tuvimos todos esa mezcla de problemas, que incluía el hecho de que ambos trabajábamos y nos dedicábamos rachas de indiferencia violentísimas el uno al otro, decidimos dejar nuestra relación en el plano de lo sexual. Simplemente nos veíamos para el acto y después no había más. No había llamadas, no había regalos, no había ritos ni esas cosas de las que están llenas las relaciones que, dícese, funcionan. Creo que a ella no le molesta el hecho de que todo sea tan plano -a la larga resulta un poco vacío- o al menos parece que ella está cómoda. Por mi parte, la extraño. Sí, bueno, yo podía vivir sumergido en papeles y películas por dos semanas y lo último que me pasaba por la cabeza era preguntarme dónde estaba ella. No es que no la quisiera o que no me importara (eso jamás), es sólo que no me nacía eso de preocuparme (y a ella tampoco). El problema, pues, era sumergirnos en todo, pero procurábamos no adentrarnos en la relación. Varias veces se me olvidó recogerla al trabajo (y todas esas veces a ella se le olvidó que yo la iba a recoger y tomaba un taxi y regresaba a casa con una o dos horas antes que la que ella me había dicho para ir por ella).
Así, un día, mientras cenábamos, nos quedamos viendo directamente a los ojos durante mucho tiempo. Yo veía la finura de su cara, su pelo negro, sus ojos finamente maquillados, su camisa carmesí y la manera en que sostenía los cubiertos. Ella, tal vez, se fijaba en mi cabello maltratado, mis ojos cansados, mi camisa azul y la manera en que sostenía mis cubiertos.
- Siento que estamos tan lejos - musitaron sus labios carmesí.
- Lo sé - dije, con mi boca reseca.
- ¿Crees que debamos cambiar las cosas?
- ¿Cómo puedes cambiar lo que no pasa?
- Pues, podemos seguir el modelo, cambiemos lo mínimo.
- Explícate.
- Sólo veámonos para lo que realmente hacemos. Nada más.
- ¿Te refieres al acto sexual?
- Me refiero al acto sexual.
- Muy bien.
Ella y yo nunca nos vimos en la necesidad de tener silencios incómodos. Las conversaciones se iban hilando por sí solas, en el caso de que llegaramos a platicar. Terminando la cena, recolecté mis cosas. Vivíamos en departamentos separados, a dos cuadras de distancia. Tomé los libros, los dibujos, las fotografías. Ella me dio unos regalos que le di, como un collar, unos broches de cristal para el pelo y una camisa Christian Dior mia, que ella utilizaba para dormir. Salimos de su departamento y fuimos al mío. Yo le dí unos zapatos que dejó, una bufanda, algunas revistas de moda que había dejado cuando buscaba cambiar un poco su vestimenta y unas películas que traían cortos de Bill Plympton. Cuando abrió la puerta, me dijo:
- Yo te mando mensaje, ¿Vale?
- Vale
Y se fue. Yo arreglé el deparamento de tal manera que no notara la ausencia de las revistas, las ropa y las películas que se había llevado. En su lugar, puse los libros, pegué los dibujos y colgué la camisa Christian Dior en el clóset. Me senté en el sillón y vi un rato la televisión, como era domingo en la noche, no había nada entretenido. Hubiera sido bueno ver los cortos de Bill Plympton, qué mal que Celeste se los había llevado con ella. La cosa con ella es que sabíamos de qué se trataba esto, no era un problema en donde hubiera aburrición o que uno sospechara del otro por adulterio. Simplemente, no dedicábamos la vida a la relación, eso nos extrañaba, por eso hicimos esto, que quién sabe si sea lo correcto, pero algo era algo. Lo que sea. Lo mínimo.
La primera vez que nos vimos, fue para ir a un hotel. Como los dos ganábamos dinero muy bien, eso de gastar para ir a un hotel era una nimiedad. Entramos al cuarto y todo estaba muy limpio, muy elegante, nada vulgar, justo como nos gustaba a los dos: sobrio, minimo. Ella se quitó su abrigo café -que le llegaba a las rodillas- y fue quitándose la ropa, muy mecánico todo. Por mi parte, pues, me fui quitando el saco, el chaleco, la corbata. Ella fue la primera en quitarse toda la ropa y se sentó en la cama. Cuando terminé de quitarme los calcetinas, me senté junto a ella. Me le quedé viendo a su pelo negro, suelto, que reposaba en sus hombros denudos. Sus brazos, sus pechos. Ella seguro sólo veía un hombre acabado, siempre me he sentido así. En el silencio, antes de acercarme a ella, no me había dado cuenta de lo ajeno que me sentía a ese momento. Y no sólo al momento, lo ajeno que me sentía a ella. Entre mi vacío foráneo y ella -corporalmente- existía un puente que no podía esperar a terminar de cruzar. Pero con ella, al final del puente, siempre sentía que había una luz con la que me podía quedar. Creo que la quería, a Celeste.
Lo malo de estos encuentros, es que cuando terminaba el acto sexual, ella robóticamente se vestía, tomaba sus cosas y se iba. No puedo mentir que eso me mataba, pero jamás hice algo por detenerla, y no sé si exactamente era eso lo que quería. Nunca la tomé del brazo y le dije "quédate". Sólo la dejaba ir. Aunque el acto hubiera sido bueno o malo, ella se iba. De vez en vez se quedaba en el lado izquierdo de la cama, descansaba unos segundos y hacía lo mismo, lo de tomar la ropa, guardar sus cosas, despedirse, salir por la puerta y yo, todavía en la cama, fumaba o veía a la ventana.
Pero hubo esta vez que pasó algo totalmente diferente: ella se quedó en la cama. Descansó un poco, pero en lugar de levantarse, ponerse su ropa y después su gran abrigo para protegerse de la nieve, tomar sus cosas e irse mientras yo fumaba o veía la ventana, se dio la media vuelta y se quedó quieta, muda. Yo no sabía qué hacer. A partir de acostumbrarme a la idea de siempre verla irse, el hecho de que se quedara sobrecargaba mi rutina defensiva. ¿Debería irme? ¿Abrazarla? ¿Levantarme y dar vueltas sobre mi mismo eje? Era un problema casi moral el que tenía en las manos, sentía como si de mi dependiera lo que siguiera en ese instante de vida. Resolví por hacer algo que, pensé, sería normal: me acerqué a su cuerpo y la abracé.
- ¿Qué haces? - dijo Celeste.
- Te abrazo.
- Yo sólo quería descansar un poco, Bruno.
- Ah. Bueno. Entonces, me doy la media vuelta.
- Te das la media vuelta.
No entendía nada. Esto era un patrón destruido y no sabía si quería que se repitiera. Ella no debía quedarse, maldita sea. La línea recta de la costumbre en la que se basaba ya mi relación con Celeste, ahora estaba estancada, marcando puros garabatos. ¿Por qué no se fue? ¿Por qué distorsionar la costumbre de su huida?¿Por qué me importa y, en lugar de abrazarla, por qué no la dejé agonizar sola? A la media hora se fue. Diez minutos después de su partida, yo me fui a cenar, una ensalada de espinacas con una copa de vino. Pese a que en el día hubo un momento de titubeo que nunca entendí por qué sentí, esa noche dormí como siempre: bien.
**
La relación con Celeste no iba de lo mejor, lo debo aceptar. Desde que tuvimos todos esa mezcla de problemas, que incluía el hecho de que ambos trabajábamos y nos dedicábamos rachas de indiferencia violentísimas el uno al otro, decidimos dejar nuestra relación en el plano de lo sexual. Simplemente nos veíamos para el acto y después no había más. No había llamadas, no había regalos, no había ritos ni esas cosas de las que están llenas las relaciones que, dícese, funcionan. Creo que a ella no le molesta el hecho de que todo sea tan plano -a la larga resulta un poco vacío- o al menos parece que ella está cómoda. Por mi parte, la extraño. Sí, bueno, yo podía vivir sumergido en papeles y películas por dos semanas y lo último que me pasaba por la cabeza era preguntarme dónde estaba ella. No es que no la quisiera o que no me importara (eso jamás), es sólo que no me nacía eso de preocuparme (y a ella tampoco). El problema, pues, era sumergirnos en todo, pero procurábamos no adentrarnos en la relación. Varias veces se me olvidó recogerla al trabajo (y todas esas veces a ella se le olvidó que yo la iba a recoger y tomaba un taxi y regresaba a casa con una o dos horas antes que la que ella me había dicho para ir por ella).
Así, un día, mientras cenábamos, nos quedamos viendo directamente a los ojos durante mucho tiempo. Yo veía la finura de su cara, su pelo negro, sus ojos finamente maquillados, su camisa carmesí y la manera en que sostenía los cubiertos. Ella, tal vez, se fijaba en mi cabello maltratado, mis ojos cansados, mi camisa azul y la manera en que sostenía mis cubiertos.
- Siento que estamos tan lejos - musitaron sus labios carmesí.
- Lo sé - dije, con mi boca reseca.
- ¿Crees que debamos cambiar las cosas?
- ¿Cómo puedes cambiar lo que no pasa?
- Pues, podemos seguir el modelo, cambiemos lo mínimo.
- Explícate.
- Sólo veámonos para lo que realmente hacemos. Nada más.
- ¿Te refieres al acto sexual?
- Me refiero al acto sexual.
- Muy bien.
Ella y yo nunca nos vimos en la necesidad de tener silencios incómodos. Las conversaciones se iban hilando por sí solas, en el caso de que llegaramos a platicar. Terminando la cena, recolecté mis cosas. Vivíamos en departamentos separados, a dos cuadras de distancia. Tomé los libros, los dibujos, las fotografías. Ella me dio unos regalos que le di, como un collar, unos broches de cristal para el pelo y una camisa Christian Dior mia, que ella utilizaba para dormir. Salimos de su departamento y fuimos al mío. Yo le dí unos zapatos que dejó, una bufanda, algunas revistas de moda que había dejado cuando buscaba cambiar un poco su vestimenta y unas películas que traían cortos de Bill Plympton. Cuando abrió la puerta, me dijo:
- Yo te mando mensaje, ¿Vale?
- Vale
Y se fue. Yo arreglé el deparamento de tal manera que no notara la ausencia de las revistas, las ropa y las películas que se había llevado. En su lugar, puse los libros, pegué los dibujos y colgué la camisa Christian Dior en el clóset. Me senté en el sillón y vi un rato la televisión, como era domingo en la noche, no había nada entretenido. Hubiera sido bueno ver los cortos de Bill Plympton, qué mal que Celeste se los había llevado con ella. La cosa con ella es que sabíamos de qué se trataba esto, no era un problema en donde hubiera aburrición o que uno sospechara del otro por adulterio. Simplemente, no dedicábamos la vida a la relación, eso nos extrañaba, por eso hicimos esto, que quién sabe si sea lo correcto, pero algo era algo. Lo que sea. Lo mínimo.
La primera vez que nos vimos, fue para ir a un hotel. Como los dos ganábamos dinero muy bien, eso de gastar para ir a un hotel era una nimiedad. Entramos al cuarto y todo estaba muy limpio, muy elegante, nada vulgar, justo como nos gustaba a los dos: sobrio, minimo. Ella se quitó su abrigo café -que le llegaba a las rodillas- y fue quitándose la ropa, muy mecánico todo. Por mi parte, pues, me fui quitando el saco, el chaleco, la corbata. Ella fue la primera en quitarse toda la ropa y se sentó en la cama. Cuando terminé de quitarme los calcetinas, me senté junto a ella. Me le quedé viendo a su pelo negro, suelto, que reposaba en sus hombros denudos. Sus brazos, sus pechos. Ella seguro sólo veía un hombre acabado, siempre me he sentido así. En el silencio, antes de acercarme a ella, no me había dado cuenta de lo ajeno que me sentía a ese momento. Y no sólo al momento, lo ajeno que me sentía a ella. Entre mi vacío foráneo y ella -corporalmente- existía un puente que no podía esperar a terminar de cruzar. Pero con ella, al final del puente, siempre sentía que había una luz con la que me podía quedar. Creo que la quería, a Celeste.
Lo malo de estos encuentros, es que cuando terminaba el acto sexual, ella robóticamente se vestía, tomaba sus cosas y se iba. No puedo mentir que eso me mataba, pero jamás hice algo por detenerla, y no sé si exactamente era eso lo que quería. Nunca la tomé del brazo y le dije "quédate". Sólo la dejaba ir. Aunque el acto hubiera sido bueno o malo, ella se iba. De vez en vez se quedaba en el lado izquierdo de la cama, descansaba unos segundos y hacía lo mismo, lo de tomar la ropa, guardar sus cosas, despedirse, salir por la puerta y yo, todavía en la cama, fumaba o veía a la ventana.
Pero hubo esta vez que pasó algo totalmente diferente: ella se quedó en la cama. Descansó un poco, pero en lugar de levantarse, ponerse su ropa y después su gran abrigo para protegerse de la nieve, tomar sus cosas e irse mientras yo fumaba o veía la ventana, se dio la media vuelta y se quedó quieta, muda. Yo no sabía qué hacer. A partir de acostumbrarme a la idea de siempre verla irse, el hecho de que se quedara sobrecargaba mi rutina defensiva. ¿Debería irme? ¿Abrazarla? ¿Levantarme y dar vueltas sobre mi mismo eje? Era un problema casi moral el que tenía en las manos, sentía como si de mi dependiera lo que siguiera en ese instante de vida. Resolví por hacer algo que, pensé, sería normal: me acerqué a su cuerpo y la abracé.
- ¿Qué haces? - dijo Celeste.
- Te abrazo.
- Yo sólo quería descansar un poco, Bruno.
- Ah. Bueno. Entonces, me doy la media vuelta.
- Te das la media vuelta.
No entendía nada. Esto era un patrón destruido y no sabía si quería que se repitiera. Ella no debía quedarse, maldita sea. La línea recta de la costumbre en la que se basaba ya mi relación con Celeste, ahora estaba estancada, marcando puros garabatos. ¿Por qué no se fue? ¿Por qué distorsionar la costumbre de su huida?¿Por qué me importa y, en lugar de abrazarla, por qué no la dejé agonizar sola? A la media hora se fue. Diez minutos después de su partida, yo me fui a cenar, una ensalada de espinacas con una copa de vino. Pese a que en el día hubo un momento de titubeo que nunca entendí por qué sentí, esa noche dormí como siempre: bien.
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